martes, 27 de agosto de 2013

Ángel pecador.

En el momento en que besó la carne desnuda, lo supo. Estaba condenado.
Todos los sentimientos brillantes dentro de su ser desaparecieron, y aunque su energía crecía con cada trago que daba de aquel líquido escarlata, nunca experimentó la satisfacción que todo ese poder, pensó anteriormente, le traería.

Lo supo. Su misión ya no era la de proteger a los humanos, había dejado de servir al Reino Celestial en el primer instante en que sus dientes se hincaron en el antebrazo de su protegida, mientras la abrazaba para no dejarla caer, haciendo manar el cálido néctar vital. Lo sabía, y no sentía nada más que vacío. Vacío que le empujaba a seguir tomando de la sustancia color granate, la que le daba la sensación de estar momentáneamente completo a medias. Sus alas comenzaron a oscurecerse y, una a una, sus plumas -segundos atrás de un blanco inmaculado- fueron cayendo cual otoñal hoja muerta resbalando en las corrientes de aire. Perdió la esencia divina que una vez lo vinculó a su lugar de procedencia.

Él, que lo veía todo. Él, que era su Padre y el de todas las cosas en el Universo, creador de la propia Creación... Lo condenó decepcionado.

Fue condenado a necesitar de la sangre para sobrevivir, cuando la única función que antes del todo aquello realizaba su cuerpo era la de un lento, muy lento, pulso cardíaco. Fue condenado a necesitar de ella, y fue condenado a hacerlo por la eternidad. Sin la posibilidad de morir como humano, o de servir como ángel guardián. Era un demonio errante sin poder entrar al infierno, y que aún así estaba en él.

En sus manos todavía se hallaban las manchas rojizas. En sus ropas, en sus labios, recordatorio del pecado que había cometido, como si la oquedad en su interior no fuese suficiente. No se inmutó cuando Su voz entristecida lo llamó por un nombre que sólo ciertos seres -entre ellos, los de su clase- pueden pronunciar. 

Lo escuchó y soltó el cuerpo de la persona a quien se le había encargado proteger incluso antes de que ella naciera. La dejó sobre el húmedo pasto del parque al que ella de niña solía visitar cuando no se sentía segura -cruel ironía, pues moriría en ese lugar-. La dejó con una delicadeza que se asemeja al delicado beso de un poeta a una rosa, a la que admira como su musa.

Se levantó. Parado junto al cuerpo inerte de ella, lo vio acercarse con sus túnicas blancas y los pies descalzos arrastrando los pasos, como si no quisiera llegar. Descubrió en sus ojos su propia pena reflejada. Volvía a percibir fantasmas de sentimientos, mas ninguno se alejaba de parámetros tristes, avergonzados.

La mano cálida y de aspecto dorado resplandeciente se posó en su hombro, y le transmitió todo el amor que por él sintió y seguiría sintiendo, a pesar de lo que había hecho. Entonces lo abrazó con miedo de lo que su conciencia le gritaba y comenzaba a comprender: Había asesinado a su protegida. Gimió una disculpa, y su Padre lo abrazó con fuerza. Abrió los ojos -ardientes por el llanto mudo- y se dio cuenta, su piel ya no brillaba como la de Él. Se había vuelto pálida como la Luna. Sintió sus alas desplumadas resquebrajarse como tierra seca y el dolor fue indescriptible.

Gritó desgarradoramente mientras sus dos alas se insertaban en su espalda y desaparecían debajo de su piel. Sus piernas, debilitadas por el dolor, cedieron y cayó, aun bramando su sufrimiento. Luego el calvario cesó y Él desapareció de su vista. Lloró con desesperación lanzando alaridos lastimeros, lamentos dolorosos al aire, sin que nadie más los escuchara. Gritó desconsolado hasta que la garganta le sangró, y todavía después, siguió gritando.

Estaba maldito desde el momento en que besó la carne desnuda y bebió la vida de su protegida. Sin embargo, y a pesar del completo desconocimiento de lo siguiente, conservaría en su alma una parte seráfica por el resto de la eternidad.

Después de todo, ¿qué es un demonio, si no un ángel pecador desterrado del Cielo?

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